Roberto Paveck es economista y académico, especialista en innovación y en gestión de puertos, además de columnista de PortalPortuario

Como he defendido en mis últimos artículos, la política arancelaria adoptada por el gobierno de Trump parece más una estrategia de negociación para asegurar condiciones más favorables para Estados Unidos que una simple medida proteccionista. El anuncio, el pasado día 12, de una tregua en la disputa comercial con China confirma esta perspectiva, ofreciendo un alivio temporal ante la reciente inestabilidad, que llegó a provocar una caída de hasta el 40% en el volumen de cargas provenientes de China en los puertos de la costa este estadounidense.
Según el acuerdo, los aranceles sobre importaciones chinas se reducirán del 145% al 30%, mientras que las tasas impuestas por China sobre productos estadounidenses bajarán del 125% al 10%. Se trata de una tregua bilateral con una vigencia de 90 días —un período que, se espera, sea suficiente para que las negociaciones avancen y se redefinan los caminos del comercio entre las dos mayores economías del mundo. Sin embargo, más allá de un respiro momentáneo, este episodio nos invita a reflexionar sobre visiones de mundo distintas y los caminos posibles para equilibrar la producción industrial con las relaciones comerciales en un escenario global cada vez más interdependiente, complejo e impredecible.
Históricamente, los países que recurren al proteccionismo y a los aranceles como principal instrumento de ajuste apuestan por soluciones inmediatas a problemas que exigen visión estratégica y de largo plazo. La idea de que encarecer los productos extranjeros basta para reactivar la industria nacional resulta frágil frente a la compleja red de factores que determinan la competitividad industrial, como los costos internos, la disponibilidad de mano de obra calificada y el grado de inserción en las cadenas productivas globales.
Un ejemplo de cómo las decisiones de política económica pueden definir el destino de las naciones es el contraste entre las trayectorias de Brasil y Corea del Sur a partir de las décadas de 1970 y 1980. En aquel entonces, ambos países compartían niveles similares de ingreso per cápita y productividad industrial. Sin embargo, sus estrategias de desarrollo tomaron rumbos radicalmente distintos. Mientras Brasil adoptó un modelo de sustitución de importaciones, caracterizado por altas barreras arancelarias y protección sistemática a la industria nacional, Corea del Sur implementó una estrategia opuesta: promovió la integración competitiva de su economía al comercio global, con fuertes inversiones en educación, tecnología y capacitación industrial orientada a la exportación.
Cuatro décadas después, las diferencias entre ambos modelos se han vuelto incuestionables. Datos de la Confederación Nacional de la Industria (CNI) revelan que la productividad surcoreana supera a la brasileña en un 140%, mientras que el ingreso per cápita del país asiático triplica al de Brasil. Este historial demuestra que estrategias distintas de inserción internacional generan resultados radicalmente diferentes a largo plazo. Cuando un país apuesta por la competencia global, se somete a un círculo virtuoso de exigencias: la necesidad de innovar, invertir en capital humano y buscar eficiencia se vuelve imperativa para sobrevivir en el mercado internacional.
Es precisamente por eso que China, ante crecientes barreras arancelarias y presiones proteccionistas, tiende a reaccionar como lo ha hecho en las últimas décadas: diversificando mercados, ampliando inversiones en automatización y aumentando su capacidad innovadora. Así, lo que podría ser un obstáculo se transforma en un catalizador. Lejos de frenar su avance, los aranceles pueden, paradójicamente, acelerar la consolidación de China como una potencia industrial aún más competitiva e integrada globalmente.
Finalmente, frente a los desafíos, la tregua arancelaria con China representa un avance. Pero para Estados Unidos, el verdadero legado de esta disputa debería ser el rescate de los principios que consolidaron al país como líder económico global: libertad económica, inversión en tecnología y confianza en el dinamismo del libre mercado. Fue esa combinación la que dio origen a universidades de clase mundial, ecosistemas vibrantes de emprendimiento y empresas disruptivas que moldearon el futuro. Si las negociaciones en curso son acompañadas por un renovado énfasis en estos valores, Estados Unidos no solo superará las tensiones comerciales, sino que podrá reafirmar su posición como potencia innovadora e influyente en este siglo. Y así, tal vez, hacer de América una referencia de grandeza una vez más, no por eslóganes, sino por visión y ejemplo.