Juan Carlos Galdámez Naranjo: Tres confusiones que hoy encarecen el debate sobre modernización portuaria


Juan Carlos Galdámez Naranjo es Director Secretario Liga Marítima de Chile


En las últimas semanas el debate portuario ha vuelto a escena con fuerza. Se discuten proyectos, concesiones, un eventual royalty, y se menciona –con creciente frecuencia– la idea de una autoridad portuaria nacional. Que el tema esté sobre la mesa es positivo. Lo que no es positivo es que, si no se ordenan ciertos conceptos básicos, el país corre el riesgo de discutir durante meses y, además, decidir mal. Hay tres confusiones particularmente relevantes que es necesario visibilizar.

La primera es confundir “destrabar proyectos” con “gobernar un sistema”. Una parte del debate se ha concentrado en acelerar iniciativas específicas. Es comprensible: cada proyecto retrasado se vuelve un costo. Pero el problema de fondo no es la velocidad de un proyecto aislado, sino el mecanismo que produce retrasos repetidos.

Cuando un sistema depende de resolver caso a caso, con negociaciones ad hoc, conflictos puerto-ciudad sin marco común y judicialización como salida, la velocidad se vuelve azarosa. Se puede destrabar un proyecto y, al mismo tiempo, repetir el patrón en el siguiente. Por eso la pregunta correcta no es “¿cómo aceleramos este proyecto?”, sino “¿qué arquitectura de reglas, información y coordinación reduce la recurrencia del conflicto?”. La modernización real no es solo obra: es previsibilidad sistémica.

La segunda confusión es mezclar el royalty con la gobernanza portuaria, como si fueran la misma conversación. El royalty portuario puede ser legítimo debatirlo, esto es, ponderar la distribución territorial de beneficios, el financiamiento urbano y los impactos locales. Pero es un error estratégico tratarlo como la palanca que resolverá la modernización.

El royalty es un instrumento fiscal-político. La gobernanza portuaria es un problema arquitectónico: quién coordina el sistema, qué estándares se aplican, cómo se planifica a 20–30 años, cómo se integra información, cómo se reduce la litigación repetida, cómo se compatibiliza operación portuaria con ciudad y territorio sin improvisación permanente. Si el debate queda capturado por el royalty, se politiza, se polariza y se desplaza el foco desde lo estructural hacia lo contingente. En simple: se discute reparto antes de asegurar que el sistema funcione como sistema.

La tercera confusión es llamar “autoridad” a cosas distintas y abrir la puerta a un mal diseño. En los textos recientes aparece una mezcla confusa: “autoridad portuaria nacional”, “ministerio de asuntos portuarios”, “nuevo gobierno corporativo”, “directores independientes”, “reconfigurar administración”. Son temas distintos. Un mejor gobierno corporativo de las empresas portuarias puede ser necesario, pero no sustituye una rectoría sistémica.

Un ministerio nuevo puede incluso agrandar la fragmentación si no resuelve coordinación real. Una autoridad nacional puede ser una solución potente, pero solo si se define con precisión qué es y qué no es. Aquí está el punto fino: una autoridad moderna no se justifica por existir, sino por reducir fricción sistémica sin invadir la operación ni distorsionar la competencia. Si no se hace esa distinción, se alimenta el reflejo histórico de que esto es volver a Emporchi, y con eso se mata el debate antes de comenzar.

Por lo mismo, lo primero no es proponer nombres institucionales. Lo primero es fijar el estándar de diseño. Una autoridad moderna no debe operar terminales, no debe fijar tarifas y no debe reemplazar la libre competencia. Lo que sí debe hacer es planificar la red, estandarizar, integrar información, coordinar actores, dar un marco puerto-ciudad y aumentar la previsibilidad. Esa es la separación limpia entre operación y gobernanza. Sin ella, cualquier propuesta será vulnerable, incluso si la idea de fondo es correcta.

Una conclusión práctica: Chile necesita modernizar su sistema portuario. Pero modernizar no es solo invertir, ni solo acelerar, ni solo redistribuir. Modernizar es pasar de un archipiélago de decisiones a una lógica de red gobernada con reglas claras y horizonte largo. Si el país quiere evitar que este debate termine en más ruido y pocos cambios, hay un paso previo a toda decisión institucional: ordenar el problema. Porque cuando el problema se formula bien, las soluciones dejan de ser opiniones y pasan a ser consecuencias.


 

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